El pújá como entrenamiento de gratitud
Pújá (palabra sánscrita que está asociadaes una costumbre propia de la India Antigua. Según el profesor DeRose, una forma de honra, ofrenda o retribución de energía o de fuerza interior.
Podríamos decir que es una oportunidad de entrenar y desarrollar la gratitud, lo cual no es algo que se nos dé naturalmente ni que tengamos como hábito cotidiano.
Dar energía a alguien que quizás no conocemos nos puede resultar extraño si no estamos habituados a hacerlo. Sin embargo, ¿qué se cultiva cuando damos sin esperar nada a cambio?
Lo que se cultiva es una cualidad interna muy poderosa: la capacidad de reconocer lo que recibimos de la vida y de las personas, incluso de aquellas con las que no tenemos un vínculo directo. Al dar sin expectativas, se pule el egoísmo y aparece un refinamiento en nuestra manera de vincularnos. Aprendemos a salir del círculo estrecho del “yo y lo mío” para abrirnos a una conciencia más amplia, en la que entendemos que estamos interconectados.
El pújá nos recuerda que podemos aprender a ser agradecidos permanentemente: a nuestros padres, a los maestros, a la cultura que nos formó e incluso a la naturaleza que nos sostiene. Y al ejercitar la gratitud de forma rutinaria, nos entrenamos para que esa actitud se vuelva natural en lo cotidiano.
En otras palabras, al ofrecer un pújá no solo entregamos flores, luz o energía: nos entregamos a nosotros mismos en la forma de un gesto de reconocimiento y reverencia. Esa práctica, reiterada, va transformando nuestra sensibilidad, haciéndonos más humildes, más agradecidos y, por ende, más felices.
El pújá funciona también como un acto de reprogramación emocional, porque nos expone, una y otra vez, a experiencias distintas de las que solemos vivir a diario. Normalmente, nuestras emociones se entrenan en la dirección del reclamo, la queja y la insatisfacción. En cambio, en un pújá practicamos conscientemente lo opuesto: gratitud, entrega, reconocimiento y reverencia.
Cada vez que lo repetimos, esos patrones se van grabando en nuestro sistema nervioso, igual que cuando entrenamos un músculo. Así, poco a poco, empezamos a sentir gratitud de manera espontánea, no solo durante el propio momento de hacer esa retribución, sino en cualquier circunstancia de la vida cotidiana.
De esa manera, el pújá deja de ser un gesto externo para transformarse en una actitud permanente. Nos volvemos menos reactivos, menos quejosos, y más sensibles a todo lo que recibimos. Esa transformación emocional no se logra de un día para el otro, pero la práctica constante nos va moldeando sin que nos demos cuenta.
En definitiva, el pújá es mucho más que algo rutinario: es un entrenamiento de la conciencia. A través de gestos simples y simbólicos, nos recuerda que no estamos aislados, que todo lo que somos y tenemos es fruto de innumerables contribuciones visibles e invisibles.
Cuando cultivamos esta actitud de gratitud profunda, empezamos a vivir con más liviandad, menos tensiones y más alegría. Descubrimos que agradecer no es un deber, sino un privilegio que expande nuestra percepción y nos conecta con lo mejor de nosotros mismos.
Así, el pújá nos enseña a vivir en un estado de reconocimiento constante, en el que cada día, cada persona y cada experiencia pueden convertirse en una oportunidad para agradecer y crecer.
Todo lo que observamos es fruto del esfuerzo de alguien. Eso nos conecta con nuestra historia, con nuestras raíces y con nuestros antepasados. Cuando un semáforo nos salva de ser atropellados, o cuando una infraestructura resuelve un problema cotidiano, hay detrás un ser humano que trabajó para que eso sea posible. Reconocerlo es ya una forma de pújá: un acto de gratitud silenciosa que nos recuerda que nada de lo que nos rodea existe por azar.
El pújá, entonces, no se limita a un altar ni a un momento ritualizado: puede extenderse a la vida misma. Cada vez que agradecemos lo que tenemos delante, estamos haciendo un pújá interior, transformando la percepción y elevando nuestra forma de estar en el mundo.
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